Todo me recuerda a ti,
tu sombra sigue aquí.
Sheena Easton
Mi nombre es Maria Elena
y trabajo como enfermera en el hospital de la ciudad. Tengo treinta y cinco
años y estoy separada, sin hijos. Durante el año siguiente a mi divorcio no
quise volver a buscar pareja. Tan dolida estaba, tan fracasada me sentía, había
puesto mucha ilusión en mi matrimonio. Pero, el tiempo lo cura todo, dicen, y
es verdad en parte. Volví a alimentar la ilusión de tener a alguien a mi lado,
de no dormir sola.
Intenté iniciar
relaciones, varias veces, todas fracasaron. Luego decidí quedarme así. ¿Acaso es
imprescindible tener pareja? Empecé a sentirme bien conmigo misma, a aceptarme
totalmente.
Hasta que un día apareció
él.
La vida te hace a veces esas
jugarretas.
Era técnico radiólogo.
Atractivo, con una personalidad deslumbrante. Nos cruzábamos varias veces en el
trabajo y empezamos a comer juntos en la hora de descanso. Fue amor a primera
vista. Intenso, sublime, como el de los adolescentes y cuando ya no lo
esperaba.
Me cambió la vida y me
dejé llevar. Yo amaba su sentido de la libertad. Su falta de prejuicios, de convencionalismos,
de reglas. Me amó sin medida y lo amé
sin medida.
Por ese entonces, empezó
a llamarme Elenita. Yo jamás había tenido sobrenombre o apodo. Ni siquiera de
niña. Por eso me sonaba un poco raro, pero por supuesto me acostumbré. Como me
acostumbré a todo lo que viniera de el.
Y pasó algo extraño.
Todos los demás compañeros de trabajo, empezaron a llamarme Elenita. No me
gustaba el sobrenombre, pero terminé aceptándolo.
Al fin y al cabo él me
llamaba así.
Un día se fue de mi vida así
como había llegado, sin aviso, sin que yo lo esperara y quedé hundida en el
abismo. El dolor se volvió insoportable.
Ha pasado el tiempo y aun
me pregunto… ¿por que?
Su partida me dejó muchas
cosas.
Su recuerdo imborrable.
Su presencia que
permanece en mi vida, como una sombra que me acompaña siempre.
Su imagen, que me parece
ver, caminando por los pasillos del hospital.
El calor de sus labios
cuando me besaba.
Pero me dejó algo más.
Mis compañeros de trabajo
siguen llamándome Elenita. Así aumenta mi dolor cada vez que me nombran. Y el fenómeno
parece aumentar y multiplicarse. Porque algunos de mis viejos compañeros se han
ido, a probar suerte en mejores empleos,
o se han jubilado.
Y los nuevos que los
sustituyen también me llaman Elenita.
Como si no alcanzara con
lo que ya tengo.
Como si no fuera
suficiente.
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