Los niños jugaban esa tarde, al fondo de la casa. Corrían y
se perseguían riendo a carcajadas. Sin darse cuenta fueron a dar a los fondos
de la casa vecina. Escucharon voces y se
detuvieron para oír mejor. Eran gritos. Se acercaron, y a través de los vidrios
rotos, vieron las sombras de un hombre y una mujer.
Ella suplicaba o
lloraba. Y también se oían golpes.
Se asustaron y resolvieron volver.
Al llegar a casa fueron a contarle enseguida a su madre.
¿Acaso no les dije que no fueran a la casa
abandonada?
—
Pero, mamá ¡no está abandonada! Nosotros los vimos.
—
¡Vayan a hacer los deberes!
Los niños se fueron al cuarto. El abuelo, que había
escuchado desde la cocina, se acercó a su hija.
—
¿Qué pasó?
—
Nada, los chiquilines, inventando historias.
—
Vos no te acordás. Pero hace treinta años, vivía un
matrimonio ahí. El marido, celoso, mató a la mujer a golpes. Tu madre, que en
paz descanse, siempre me decía que escuchaba voces cuando pasaba por ahí. Y yo
nunca le creí.
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