Llueve. El cielo gris oscuro y nubes bajas que dan una
sensación de opresión. La misma sensación que siento en el pecho, la angustia
apretando fuerte.
Me encuentro sentada mirando por la ventana, las gotas
cayendo silenciosas de los árboles, también grises. Siento un profundo
cansancio.
Los chicos se fueron al colegio. Germán está trabajando.
Desde que me diagnosticaron, yo ya no trabajo más.
Levanté la mesa, lavé
los platos y me senté aquí porque el cansancio me vence otra vez.
Cuando los chicos
regresen, Lucía se quedará con ellos hasta la noche, y Germán me llevará al
hospital a hacerme la quimio.
Y vuelvo a preguntarme: ¿por qué a mí?
Tengo 42 años y tres hijos en edad escolar. ¿Por qué?
Empiezo – otra vez- a pensar en la justicia. Porque
claramente siento que la justicia no existe, que es tan solo un invento de los
hombres para poder convivir en sociedad.
¿Acaso no es una injusticia lo que me pasa?
Me dice la sicóloga que me está tratando, que hay tres
etapas para superar una vez que nos enteramos de nuestra enfermedad.
Primero, la negación. No esto no puede ser verdad, seguro
los resultados están equivocados.
Segundo, la rabia. ¿Por qué a mí, que soy una buena esposa y
madre? Con hijos para criar. Y hay tanto hijo de puta por ahí, que no le pasa
nada.
Tercero, la aceptación. Y parece que yo ando por ahí,
todavía con rabia, mucha, y empezando a aceptar.
He leído y sigo leyendo muchos libros de autoayuda. Todos
parecen coincidir en que somos algo así como polvo de estrellas. Que estamos
hechos de las mismas partículas que el cosmos todo. Que nada está librado al
azar y que todo ocurre por alguna razón.
Razones que parece me cuesta entender.
Es como que la vida nos toma el pelo. Nos brinda todo,
familia, amigos, amor, bienestar. Y cuando mas distraído estás, dando todo por
sentado, de un plumazo te quita todo. A algunos, en forma aleatoria, parece.
¿Y el propósito? ¿Qué pasa con el propósito que traemos al
venir al mundo?
¿Es que acaso venimos a sufrir? No puedo creérmelo. ¿Qué
este planeta escuela esta hecho para sufrir? No, mil veces no. Me niego a
creerlo. Una parte de mí se resiste.
Debe haber algo más. Algo que se me está escapando.
Los chicos llegan saludando, gritando, me besan y se van al
comedor con su algarabía a merendar, a hacer los deberes y mirar la tele. Mi
buena amiga, mi gran amiga, me sonríe y va con ellos.
¿Será para experimentar? ¿Vendremos a este plano a
experimentar? Si es así, todo parece cobrar mayor sentido. Si tenemos que hacer
diferentes experiencias, es casi lógico pensar que hay que vivir diferentes
cosas, de las buenas y las no tan buenas.
¡Y vaya que he vivido cosas buenas! El amor por ejemplo, el
amor en muchas diferentes formas. El amor a la vida, a los padres, a los amigos
y cuando crecemos, el amor a nuestra pareja, a nuestros hijos, a la familia que
formamos.
Y también nos dicen que podemos crear la realidad que
queremos, si apelamos al pensamiento
correcto.
¿Será cierto esto? Es un poco difícil de entender.
Siento la llave girando en la puerta. Es Germán que viene a
buscarme. Trato de poner mi mejor cara y me miro a la pasada en el espejo para
asegurarme que tengo la peluca bien colocada.
¿Sabés que? -me pregunto a mi misma- ¿Y si lo intentás?
Digo, probar a ensayar el pensamiento correcto. A aceptar la experiencia, ¿no?
Eso, experimentar también lo no tan bueno.
No tengo nada que perder y todo para ganar si le pongo
fuerza.
Lo miro a Germán, le sonrío y le digo: ¿vamos?
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